Como todos los caminos llegan a su fin y el que iniciamos hace casi tres años está próximo a su meta, ahora dispongo de mas tiempo para escribir sobre temas que no guardan relación directa con las licencias. Son escritos para soltar el teclado sin otra intención que la de retomar mi pretencioso camino literario. Los personajes que formen parte de esta serie son de invención propia y cualquier parecido con la vida real es pura coincidencia.
Veamos qué dan de sí esos personajes.
AVENTURAS Y DESVENTURAS DE ANTOÑITO ADARME MALABABA
Antoñito Adarme Malababa, no era un niño malo. Tan sólo era necio. Antoñito Adarme Malababa no tenía muchas cosas claras del mundo que le rodeaba pero sí tenía una certeza: Sabía que era bobo.
Antoñito lo sabía porque para él la palabra de su padre era la verdad absoluta.
El padre de Antoñito tampoco era malo. Si acaso, algo bruto y excesivamente sincero. Sabía perfectamente que de su hijo no podía esperarse un premio Nobel ni tan siquiera un aprobado en Formación del Espíritu Nacional. Entre otras cosas porque Antoñito no tenía mucho espíritu que formarle. Ni nacional ni de importación.
El padre tuvo clara la situación desde un principio y se propuso transmitir a su hijo todas las verdades a las que había llegado a través del razonamiento y la observación de la realidad aunque para ello se viera obligado a repetirselas una y otra vez:
— Niño, eres tonto.
— ¡Hijo! Mira que eres torpe.
— ¡Vaya, la que nos ha caído contigo!
Y claro, por muy torpe que fuera Antoñito, de tanto escuchar los mismos razonamientos acabó por retenerlos. Así es como aprendió una de las pocas cosas que ocupó su cerebro para el resto de su vida:
— Si mi padre lo dice, debo ser bastante estúpido.
La labor educadora de su progenitor no se quedó en constatar la realidad intelectual del infante sino que, como buen padre, intentó hacerle ver a su hijo que, a partir de que asumiera su propia necedad, la vida podría resultarle más gratificante.
Para que Antoñito hiciera amigos su padre le regaló un "balón de reglamento”. Hasta ese día, Antoñito era rechazado de los equipos que improvisadamente se formaban en el barrio porque el niño, además de bobo, era algo torpe de movimientos. Los chavales que mejor jugaban con la pelota de trapo en los pies escogían por turnos al resto de jugadores. A Antoñito siempre lo dejaban para la última elección, y eso cuando le permitían jugar.
Cuando su padre le hizo el regalo, el instinto del muchacho se percató de que con el único balón de reglamento del barrio se hacían muchos amigos.
Cada día, después del partidillo, Antoñito recogía, además de su balón, las palmaditas en la espalda del resto de los muchachos para que contase con ellos en el partido del día siguiente.
Antoñito aprendió instintivamente que teniendo lo que los demás desean pero no tienen, cualquiera puede imponer reglas y conseguir amigos.
Antoñito Adarme Malababa, no era un niño malo. Tan sólo era necio. Antoñito Adarme Malababa no tenía muchas cosas claras del mundo que le rodeaba pero sí tenía una certeza: Sabía que era bobo.
Antoñito lo sabía porque para él la palabra de su padre era la verdad absoluta.
El padre de Antoñito tampoco era malo. Si acaso, algo bruto y excesivamente sincero. Sabía perfectamente que de su hijo no podía esperarse un premio Nobel ni tan siquiera un aprobado en Formación del Espíritu Nacional. Entre otras cosas porque Antoñito no tenía mucho espíritu que formarle. Ni nacional ni de importación.
El padre tuvo clara la situación desde un principio y se propuso transmitir a su hijo todas las verdades a las que había llegado a través del razonamiento y la observación de la realidad aunque para ello se viera obligado a repetirselas una y otra vez:
— Niño, eres tonto.
— ¡Hijo! Mira que eres torpe.
— ¡Vaya, la que nos ha caído contigo!
Y claro, por muy torpe que fuera Antoñito, de tanto escuchar los mismos razonamientos acabó por retenerlos. Así es como aprendió una de las pocas cosas que ocupó su cerebro para el resto de su vida:
— Si mi padre lo dice, debo ser bastante estúpido.
La labor educadora de su progenitor no se quedó en constatar la realidad intelectual del infante sino que, como buen padre, intentó hacerle ver a su hijo que, a partir de que asumiera su propia necedad, la vida podría resultarle más gratificante.
Para que Antoñito hiciera amigos su padre le regaló un "balón de reglamento”. Hasta ese día, Antoñito era rechazado de los equipos que improvisadamente se formaban en el barrio porque el niño, además de bobo, era algo torpe de movimientos. Los chavales que mejor jugaban con la pelota de trapo en los pies escogían por turnos al resto de jugadores. A Antoñito siempre lo dejaban para la última elección, y eso cuando le permitían jugar.
Cuando su padre le hizo el regalo, el instinto del muchacho se percató de que con el único balón de reglamento del barrio se hacían muchos amigos.
Cada día, después del partidillo, Antoñito recogía, además de su balón, las palmaditas en la espalda del resto de los muchachos para que contase con ellos en el partido del día siguiente.
Antoñito aprendió instintivamente que teniendo lo que los demás desean pero no tienen, cualquiera puede imponer reglas y conseguir amigos.
— Seré tonto pero tengo poder— pensaba a duras penas Antoñito cuando se convirtió, gracias a su balón reglamentario, en el primero para elegir jugador y formar equipo. Lo peor del caso es que el muchacho siempre se las apañaba para elegir a los menos dotados futbolísticamente.
El contacto con el poder fue una sensación tan placentera para Antoñito Adarme Malababa que se quedó grabada en el interior de aquel imbécil y condicionó su proceder durante el resto de su vida.
El contacto con el poder fue una sensación tan placentera para Antoñito Adarme Malababa que se quedó grabada en el interior de aquel imbécil y condicionó su proceder durante el resto de su vida.
Al final de los partidos regresaba a casa con su tesoro esférico bajo el brazo y la ufanía en el rostro. Allí le esperaba su padre para repetirle cada día los mismos consejos aunque, durante mucho tiempo, aquellas palabras resultaban totalmente nuevas para Antoñito.
Antoñito Adarme Malababa, tenía un buen balón pero su memoria no era mucho mejor que la de un sodado de plomo.
— Mira, hijo, para jugar al fútbol el elemento fundamental e imprescindible es el balón pero no te olvides nunca de que el fútbol no es el único juego que hay en la vida. Si quieres que los demás jueguen contigo deberás conseguir el elemento fundamental de cada nuevo juego. De lo contrario te quedarás sin jugar y te sentirás como un inútil.
— Pero, papá, si tú siempre me estás diciendo que soy un inútil— dijo el niño.
— Aunque eso sea así, no debes admitirlo nunca. Intenta disimularlo. Procura no relacionarte con gente más inteligente que tú porque te harán sentir más tonto de lo que eres. Hay muchos imbéciles en el mundo y entre ellos está tu lugar. Entre ellos podrás progresar y hacerte un hombre importante. Incluso podrás llegar a ser un líder — aleccionaba el padre.
— ¿Pero papá cómo voy a ser un líder si soy el más tonto del barrio? — preguntaba incrédulo Antoñito.
— Pues verás, hijo. Hay tontos que no tienen la suerte de tener un padre como el tuyo. Un padre que les enseñe la realidad. Entonces esos niños llegan a creer que pueden relacionarse, de igual a igual, con las personas de inteligencia normal o, por el contrario, pueden sentirse más tontos de lo que en realidad son . A esos niños son los que tú puedes liderar. Entre ellos podrás llegar a ser alguien en la vida. Así que no olvides nunca mis palabras —respondía el padre.
— No, papá. No las entiendo pero nunca las olvidaré — aseguraba el niño con firmeza.
— Antoñito, no intentes entenderlas porque la vida es mucho más corta de lo que crees y tú no debes malgastarla en proyectos imposibles —continuó el padre—. Será inevitable que conozcas a gente normal, mucho más preparada que tú. En su presencia debes ser amable, servicial, sumiso y, si hiciera falta, mezquino. Para todo ello tienes condiciones naturales. Pero sobre todo debes de ser astuto porque la astucia no está reñida con tu estupidez. Con astucia y su mejor instrumento, la mentira, podrás sobrevivir entre la gente de inteligencia normal. Pero no te midas nunca con ellos. No entres nunca en su terreno. Sólo así evitarás la dolorosa frustración de la derrota.
— Pero papá, si a mí no me importa nada la derrota. Ya estoy acostumbrado — dijo el niño.
— Pues no debes acostumbrarte a perder —replicó el padre—. Es malo ser imbécil pero ser un perdedor es doloroso. Doloroso y vergonzante. Nadie tiene culpa de no ser inteligente pero ser un perdedor resulta imperdonable. Por eso, Antoñito, nunca debes tener como objetivo lo que ansíen las personas normales. Nunca. Tus objetivos deben ser aquellos que los demás no se planteen. Así evitarás la frustración de no obtenerlos —concluyó el padre la enésima repetición de aquel discurso.
Con los consejos de su padre y su tesoro de cuero, Antoñito pasó un tiempo feliz. Pero nada dura eternamente.
Otros chicos del barrio también consiguieron su balón y entonces Antoñito dejó de elegir en primer lugar para formar equipo, dejó de "echar pies" y, en algún caso, se quedó sin jugar al fútbol. Así aprendió que para un torpe resulta muy difícil entrar en el equipo si no se tiene el único balón.
Antoñito nunca dejó de lado las enseñanzas de su padre ni su balón de reglamento para olvidar en el recreo las mofas que en clase sufría cuando “la seño” le preguntaba la lección. Pero no piensen que Antoñito era totalmente infeliz. No. En alguna medida Antoñito era dichoso porque demostrando su ibecilidad daba la razón a su padre.
Antoñito Adarme Malababa, tenía un buen balón pero su memoria no era mucho mejor que la de un sodado de plomo.
— Mira, hijo, para jugar al fútbol el elemento fundamental e imprescindible es el balón pero no te olvides nunca de que el fútbol no es el único juego que hay en la vida. Si quieres que los demás jueguen contigo deberás conseguir el elemento fundamental de cada nuevo juego. De lo contrario te quedarás sin jugar y te sentirás como un inútil.
— Pero, papá, si tú siempre me estás diciendo que soy un inútil— dijo el niño.
— Aunque eso sea así, no debes admitirlo nunca. Intenta disimularlo. Procura no relacionarte con gente más inteligente que tú porque te harán sentir más tonto de lo que eres. Hay muchos imbéciles en el mundo y entre ellos está tu lugar. Entre ellos podrás progresar y hacerte un hombre importante. Incluso podrás llegar a ser un líder — aleccionaba el padre.
— ¿Pero papá cómo voy a ser un líder si soy el más tonto del barrio? — preguntaba incrédulo Antoñito.
— Pues verás, hijo. Hay tontos que no tienen la suerte de tener un padre como el tuyo. Un padre que les enseñe la realidad. Entonces esos niños llegan a creer que pueden relacionarse, de igual a igual, con las personas de inteligencia normal o, por el contrario, pueden sentirse más tontos de lo que en realidad son . A esos niños son los que tú puedes liderar. Entre ellos podrás llegar a ser alguien en la vida. Así que no olvides nunca mis palabras —respondía el padre.
— No, papá. No las entiendo pero nunca las olvidaré — aseguraba el niño con firmeza.
— Antoñito, no intentes entenderlas porque la vida es mucho más corta de lo que crees y tú no debes malgastarla en proyectos imposibles —continuó el padre—. Será inevitable que conozcas a gente normal, mucho más preparada que tú. En su presencia debes ser amable, servicial, sumiso y, si hiciera falta, mezquino. Para todo ello tienes condiciones naturales. Pero sobre todo debes de ser astuto porque la astucia no está reñida con tu estupidez. Con astucia y su mejor instrumento, la mentira, podrás sobrevivir entre la gente de inteligencia normal. Pero no te midas nunca con ellos. No entres nunca en su terreno. Sólo así evitarás la dolorosa frustración de la derrota.
— Pero papá, si a mí no me importa nada la derrota. Ya estoy acostumbrado — dijo el niño.
— Pues no debes acostumbrarte a perder —replicó el padre—. Es malo ser imbécil pero ser un perdedor es doloroso. Doloroso y vergonzante. Nadie tiene culpa de no ser inteligente pero ser un perdedor resulta imperdonable. Por eso, Antoñito, nunca debes tener como objetivo lo que ansíen las personas normales. Nunca. Tus objetivos deben ser aquellos que los demás no se planteen. Así evitarás la frustración de no obtenerlos —concluyó el padre la enésima repetición de aquel discurso.
Con los consejos de su padre y su tesoro de cuero, Antoñito pasó un tiempo feliz. Pero nada dura eternamente.
Otros chicos del barrio también consiguieron su balón y entonces Antoñito dejó de elegir en primer lugar para formar equipo, dejó de "echar pies" y, en algún caso, se quedó sin jugar al fútbol. Así aprendió que para un torpe resulta muy difícil entrar en el equipo si no se tiene el único balón.
Antoñito nunca dejó de lado las enseñanzas de su padre ni su balón de reglamento para olvidar en el recreo las mofas que en clase sufría cuando “la seño” le preguntaba la lección. Pero no piensen que Antoñito era totalmente infeliz. No. En alguna medida Antoñito era dichoso porque demostrando su ibecilidad daba la razón a su padre.
Su padre, su ídolo, su Dios decía que era tonto pues él contento con serlo.
Pasó el tiempo y todo fue creciendo en aquel niño: Su frustración intelectual cuando no pasaba de curso; sus ansias de poder y su afán de protagonismo no suficientemente satisfechos con la agradable experiencia que vivió mientras era el dueño del único balón de reglamento; y su marginación cuando hubo más balones. Todo creció
También lo hizo su cuerpo aunque, lamentablemente, sólo de cejas para abajo.
Pasó el tiempo y todo fue creciendo en aquel niño: Su frustración intelectual cuando no pasaba de curso; sus ansias de poder y su afán de protagonismo no suficientemente satisfechos con la agradable experiencia que vivió mientras era el dueño del único balón de reglamento; y su marginación cuando hubo más balones. Todo creció
También lo hizo su cuerpo aunque, lamentablemente, sólo de cejas para abajo.
En fin, el tiempo siguió su devenir irremediable y así fue como un buen día, Antoñito se hizo hombre y habitó entre nosotros.
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