sábado, 10 de mayo de 2008

Aventuras y desventuras de Antoñito Adarme Malababa (II)

Capítulo II. El "Santo"

Como cualquier niño, Antoñito tenía su pandilla aunque, para ser riguroso, lo justo sería decir que el “Tontolaba”, tal y como muchos lo llamaban remedando su apellido, nunca hubiera sido aceptado en un grupo de no ser por su balón de reglamento. Y es que la infancia en determinadas épocas obligaba a los niños a grandes sacrificios para poder jugar con un balón de reglamento.
Por aquel entonces Antoñito el “Tontolaba” ya tenía claras las dos cosas básicas que su padre se encargó de inculcarle. Una, que era tonto. Dos, que eso le pasaba a mucha gente. A partir de esas premisas comenzó a asimilar la doctrina paterna y a sentirse cada día más cómodo entre los imbéciles. De tal condición era Vitorino Mur Adal.
A Vitorino lo llamaban el “Santo” porque su primer apellido sonaba igual que el del protagonista de una exitosa serie de televisión de aquellos años.
Antoñito y Vitorino; el “Tontolaba” y el “Santo” estaban hechos el uno para el otro. Se complementaban perfectamente. Si uno era tonto; el otro, a duras penas lo disimulaba. Si Antoñito estaba encantado de darle la razón a su padre y no se planteaba siquiera ocultar su torpeza mental, el “Santo” procuraba por todos los medios aparecer como el listo de la pandilla, algo que en modo alguno le resultaba dificultoso. Si el Tontolaba apenas fue capaz de aprender de memoria los nombres de los Reyes Católicos, Vitorino presumía de saberse hasta los apellidos. Si uno tenía un balón para tener un amigo tonto, el otro quería un amigo tonto para tener un balón.
En torno a aquellos dos pilares de la raza humana se fue construyendo la solidez y certeza de uno de los refranes más arraigados en la sabiduría popular: Dios los cría y ellos se juntan.
Claro que, para ello, el pequeño de los Adarme debió superar los miedos que, al principio de su relación, le provocaba la inteligencia del Santo.
Antoñito, fiel cumplidor de las instrucciones paternas, desconfiaba de la gente lista. Y Vitorino Mur Adal parecía muy listo. Para la obtusa mente de Antoñito era fácil suponerle al Santo cierta claridad mental y mucho más cuando éste se expresaba con palabras que Antoñito tardaría muchos años en comprender pero no más que el propio Mur Adal.
Eso le pasó al imbécil del balón cuando un día, después del partidillo, camino de su casa, intentó comprar la amistad de Vitorino.
—Te convido a paludú — Dijo el Tontolaba.
— Vale — respondió el Santo.
Cuando llegaron a la tienda se encontraron con mucha clientela haciendo cola para comprar.
— Pues me parece que te convidaré mañana porque mi padre no quiere que llegue tarde a casa —dijo Antoñito.
— Bueno —respondió el Santo con gesto contrariado al esfumarse su convite.
— A este paso la señora Pilar se hará rica —comentó Antoñito.
— Puede, pero nosotros tenemos que esperar cada día más para comprar el paludú —respondió Vitorino.
— ¿Y si te convido a otra cosa? — sugirió el Tontolaba
— Pues vale. También me gustan las pipas — aceptó el Santo.
Y ambos volvieron a la cola de las chucherías.
Al cabo de unos minutos Adarme Malababa se dio cuenta de que el tiempo de espera sería el mismo para comprar pipas que paludú y dijo a Vitorino que debía marcharse.
El Santo puso de nuevo cara de pocos amigos y ambos abandonaron el turno. Adarme con su balón bajo el brazo y Mur Adal con su brazo en el hombro del balón.
Caminaron unos pasos en silencio hasta que, de pronto, el Santo dijo: "Creo que la solución pasa por encarecer el precio de las chuches para limitar la demanda, así el personal no podrá comprar tanto y nosotros no tendremos que hacer cola para que me convides. No es clasismo, es organizar la compraventa de manera racional."
El Tontolaba se quedó mirando el gesto serio de su acompañante. Por supuesto no comprendió nada de lo que acababa de escuchar pero sobre todo sintió miedo.
Recordó la insistencia de su padre para que no se juntara con gente inteligente. Y Vitorino lo parecía. Al menos él no había conseguido entender nada de lo que el Santo acababa de decir.
Siguieron caminando juntos. Antoñito Adarme Malababa sentía en su interior que se había equivocado a la hora de comprar la amistad de un niño listo.
— Éste no juega mañana al balón —pensó.
En ese momento, Mur llamó la atención de Adarme Malababa.
— ¿Nos cambiamos de acera? Es que vienen por allí los mayores del cole.
Los “mayores del cole” eran un grupo de cuatro muchachos de no más de 12 años.
— ¿Y qué pasa?—preguntó extrañado Antoñito mientras veía acercarse al grupo.
— Es que siempre me hacen preguntas— respondió Vitorino.
— Pues a mí no me preguntan nunca — dijo extrañado el Tontolaba.
— Pero es que tú no te las sabes— aclaró ufanamente el Santo.
Lo cierto es que, absortos los amigos en su diálogo, permitieron que los mayores del cole llegaran a su altura.
— ¡Vaya! si tenemos aquí al cerebrito del colegio ¿Cómo estás, Mur? —preguntó el que encabezaba el grupo de muchachos.
— Bien —contestó Vitorino, notablemente cohibido.
— A ver, Mur, dinos. Si ya no quedan entradas para ver al Cordobés en la feria del Pilar, ¿qué harías tú para entrar en la plaza?
— Creo que la solución pasa por encarecer el precio de las entradas para limitar la demanda, así no habrá tanta gente que pueda pagarlas y nosotros no tendremos que hacer cola para ver al Cordobés. No es clasismo, es organizar la compraventa de manera racional —respondió el Santo de carrerilla.
— Pero si suben los precios de las entradas necesitarás mucho más dinero para comprar una. ¿Tus padres tienen dinero, Mur? —preguntó de nuevo el muchacho.
— No. Nosotros somos pobres —respondió el Santo.
Mientras los mayores del colegio reían las respuestas de Mur Adal, Antoñito intentaba recordar por qué no le resultaban novedosas las palabras de Vitorino.
— Muy bien, Mur. Ahora dinos quiénes fueron los Reyes Católicos —ordenó el mismo muchacho sin disimular su sonrisa.
— Esa me la sé yo. Maribel y Fernando —se adelantó Adarme casi eufórico.
— ¡Cállate, Adarme! Estoy preguntando por los apellidos —espetó el muchacho mientras daba un pescozón al Tontolaba.
Vitorino no disimuló la alegría que le produjo la colleja con que acababan de premiar a su amigo. Se lo merece por no cambiarse de acera —pensó.
— ¡Venga, Mur!, que es para hoy . ¿Cuáles eran los apellidos de los Reyes Católicos?
— Está bien. Isabel se apellidaba Bahamonde, y Fernando, Franco.
El grupo de muchachos se carcajeraon de la respuesta sin rubor alguno; tanto como si la hubieran escuchado por primera vez y, entre carcajadas, se alejaron dejando a Antoñito atemorizado por la sabiduría de Mur Adal.
Este ya no juega más con mi balón —pensó el Tontolaba mientras se dejaba llevar por la curiosidad.
— Oye, Vitorino, ¿cómo sabes tanto?
— Creo que la solución pasa por encarecer el precio de los libros para limitar la demanda, así la gente no podrá comprar tantos y nosotros no tendremos que hacer cola en las librerías para comprar los libros donde también vienen los apellidos de Viriato. No es clasismo, es organizar la compraventa de manera racional —respondió, automáticamente, el Santo .
Antoñito se quedó pensativo. De nuevo le sonaban las palabras de su amigo pero no recordaba de qué. Como sabemos, el dueño del balón tenía memoria de elefante... de cartón piedra.
— ¿Y en qué libro has aprendido los apellidos de los Reyes Católicos? —preguntó.
— No lo he aprendido en ningún libro porque mis padres no tienen dinero para libros pero como el Caudillo se llama Francisco Franco y Bahamonde, el apellido de su padre tenía que ser Franco y el de su madre, Bahamonde. Por eso los Reyes Católicos se llamaban Isabel Bahamonde y Fernando Franco. No hace falta ningún libro para saber eso. Eso es de lógica —respondió, con total suficiencia, el Santo .
Antoñito Adarme, el Tontolaba, se quedó estupefacto.
Cuando recuperó su escasa consciencia, recordó una vez más las enseñanzas de su padre: Hijo mío no te fíes nunca de las personas que sean más inteligentes que tú.
Miró de reojo a Vitorino. Dos moscas orbitaban la cabeza del Santo mientras éste trataba de recoger con su lengua las mucosidades que le brotaban de la nariz. Antoñito se vio identificado en aquella escena. Justo en ese preciso instante, Antoñito Adarme Malababa, tuvo la seguridad de que ser amigo de alguien con la inteligencia de Vitorino Mur Adal no suponía ningún peligro para él.
Pese a su asumida estulticia, el Tontolaba comprendió que el Santo no era tan listo como parecía; entre otras cosas, porque Antoñito sabía con seguridad que el Caudillo no era hijo de Fernando el Católico. Y lo sabía porque en varías ocasiones había escuchado decir a su maestro favorito que Franco era un hijo de padre desconocido.
Lo que nunca alcanzó a comprender el Tontolaba era por qué su maestro siempre decía aquello en un tono de voz muy bajito.

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